Palabras Rotas
Cuando recuperó la consciencia aún seguía hundiéndose. La ansiedad se
apoderó de su mente cristalizando sus neuronas y licuando su pecho. La presión
se hacía insoportable y amenazaba con habitarla para siempre, sosteniéndola en
un incesante y perpetuo abrazo, rompiendo nuevamente su rasgado corazón. El ansia de vivir era ya sólo un recuerdo
lejano flotando en la superficie de su piel.
Todo lo que había sido, sus sueños más íntimos, sus deseos más ocultos,
aquellas esperanzas de una vida juntos, se precipitaban a cámara lenta hacia el
abismo, al fondo de ese mar interior que pasaba del azul oscuro al negro
sepulcral.
Intentó tragar saliva, pero su garganta se había secado y su expresión,
doblegada por los ecos del pasado, le confería un semblante de muñeca de
porcelana.
En ese momento sintió que había llegado el final, que ya nada podría ir
peor, que algo en su mundo se había apagado para siempre.
Y decidió. Decidió no seguir pensando en su futuro, decidió no volver a fracasar
en secreto, y nunca más abandonarse a la corriente – qué coño, mañana será otro
día.
Recogió las palabras rotas esparcidas por el suelo de su dormitorio, se
quitó del dedo aquel anillo que le quemaba por dentro, sacó el pendrive del puerto U.S.B., abrió otra
botella de Portos – cosecha del 82, madurada en barrica de roble americano –, se
tomó un par de Prozac – carpe diem –
y dejó de ver esa triste telenovela en el portátil.
César González
El
Sabor Del Destino
Era
un día como otro cualquiera, salvo por
un pequeño detalle: ella estaba feliz.
Por unos segundos se sintió la mujer más feliz de la tierra. Y Lorenzo lo sabía.
No hacia sol, no era verano, no estaba de
vacaciones. No tenía ningún motivo para aquella alegría desbordada, si omitimos
el hecho de que él estaba muerto, tirado a sus pies, con la cara retorcida en
una extraña mueca, los ojos abiertos mirando al techo desconchado y una sonrisa sincera, quizás la más sincera que
había visto en él desde que se conocieron.
Aquella
tarde, el sabor del destino le paso tan desapercibido, tan ignorado por él, tan
ausente de sus pensamientos, tanto, tanto, tanto, como lo habían sido los
deseos de ella desde esa tarde lluviosa en la que contrajeron matrimonio civil
acompañados de dos testigos ocasionales.
Seguramente
aquellas copas de cava rosado que se bebieron tumbados en la cama, iluminados por las velas aromáticas que Sara
había comprado esa mañana en el chino de la esquina, y aquel perfume barato, de fuerte olor azucarado, cumplieron
con su cometido bajando las defensas de ese cincuentón obeso, egocéntrico y
patético en el que Ramón se había convertido tras casi veinte años de anodino matrimonio.
Con
un giro teatral del destino, y mientras un bolero de Sabina sonaba en el cassette
– fue en un pueblo con mar, una noche, después
de un concierto – en aquel pueblo con mar una vida acaba de forma planificada
mientras otra proseguía, esta vez con la satisfacción de un trabajo bien hecho con la ayuda del arsénico.
Una
mirada cómplice se dibujó en su rostro aún maquillado para la ocasión. Sabía
que Lorenzo, testigo de todo lo sucedido se mostraría impasible ante la
presencia del médico forense y la policía, mantendría el pico cerrado y una
actitud evasiva, pues a su loro siempre le desagradaron los uniformes.
César
González